Los silencios de espelunciecha

Y ese silencio ante la muerte de Espelunziecha -y la anunciada de Castanesa y los que enclaves que le seguirán en el tétrico corredor de Aramón- se hace extensivo a federaciones y grupos deportivos reiteradamente ausentes en estas movilizaciones, a asociaciones vecinales y escolares, a colectivos culturales, a gentes de tibia bondad que ante este tipo de desastres miran hacia otro lado porque no entienden otra paz que la suya individual. Muchos silencios, demasiados para una democracia.

Fácil lo tienen los políticos irresponsables y los constructores de pelotazo. Fácil lo tienen los que predican conciliar todas las posturas, siempre que no se detenga el trabajo de excavadoras y hormigoneras. Fácil lo tienen los de la nieve subvencionada, los de solicitar declaraciones de zona catastrófica porque sobran remontes y faltan precipitaciones.

Los silencios de Espelunciecha son el acta de defunción de una sociedad que mayoritariamente se deja morir, que se vende por un mal plato de judías, que se complace en destrozar con sus manos o con su desidia los reductos de armonía que quedan en nuestro planeta, que se queda indiferente ante el desprecio de la mayor parte de la clase política aragonesa hacia treinta mil firmas pidiendo una ley de protección de la montaña.

Los silencios de Espelunciecha son la confirmación del triunfo fácil y efímero, son el botón de muestra del desquiciamiento, del autoritarismo y de la barbarie, son el cheque en blanco que confirma que todo es posible para quien lo pueda pagar. O, mejor dicho, para quien diga que lo va a pagar.

Y esos silencios de Espelunciecha, esos silencios que en el reverso de su estampa conformista suelen llevar pegado algún billete de banco, son la gangrena que, conforme desaparecen los paisajes más sublimes y los enjambres de grúas nos privan de senderos y rincones para hablar de tú a tú con la poesía, nos roba irreversiblemente el derecho a la felicidad.

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