En apenas 200 años se ha perdido el 80% de lo que Fernando Lampre, presidente del Patronato de los Monumentos Naturales de los Glaciares Pirenaicos, califica como la “joya heredada” de la Pequeña Edad de Hielo que tuvo lugar entre finales de la Edad Media y el siglo XIX.
La mano del hombre y el aumento de la actividad industrial, que ha elevado el nivel de los gases de efecto invernadero en la atmósfera, también han contribuido a su paulatina desaparición en el Pirineo aragonés, los más meridionales de Europa. Tendencia que también se da en el resto de glaciares, incluidos los de la Antártida, la mayor reserva de agua dulce del planeta.
Además del propio valor natural que tienen los glaciares, seña de identidad de los Pirineos, se añade el científico como indicadores de los cambios climáticos. Y también el hidrológico como reserva de agua regulada de forma natural, pues en ellos se acumula nieve que se funde poco a poco durante el verano. Ello contribuye a aumentar el caudal de algunos ríos en época de sequía.
Sin embargo, poco se puede hacer por los glaciares que, asegura Lampre, “tienen los días contados”. Y con ellos especies como la perdiz nival que habita junto a ellos.
En la actualidad, de los ocho macizos del Pirineo aragonés en los que todavía se conservan pequeñas unidades de hielo, sólo en cuatro de ellos quedan auténticos glaciares, al abrigo de picos de más de 3.000 metros de altura: Macizo de los Picos del Infierno (Alto Gállego), macizo de Monte Perdido (Sobrarbe), macizo de Posets y el macizo de Aneto-Maladeta (ambos en La Ribagorza).