Cuentame un cuento

Y LLOVIÓ SANGRE

La diosa Naturaleza concluyó con brillantez su tarea. Había fabricado el planeta Tierra y se sentía muy orgullosa del resultado, tanto, que decidió guardarse un poco del mismo para utilizarlo como modelo y reproducirlo en otros trabajos que hubiera de acometer. Así pues, con sus manos pellizcó la superficie. En sus dedos, quedó prendida una parte de aquella masa maravillosa. Pero ocurrió algo más: tras aquella acción, la superficie tomó unas formas picudas irregulares singularmente bellas. Así nacieron las montañas. La diosa Naturaleza, impactada por el inefable tacto de su criatura y emocionada ante la espontánea maraña surgida de crestas, valles, gargantas, cañones, circos y demás accidentes, lloró nieve, una nieve purísima de pétalos de cristal, una nieve divina que quedó depositada allí, para mayor ornato y esplendor de aquellos majestuosos desniveles y que, en unos lugares permanecería aéreamente anclada generación tras generación y en otros se renovaría cada temporada.

Transcurridas varias eternidades, quiso un día la diosa Naturaleza volver a posar sus manos sobre aquellos parajes donde tanta armonía se concitó. Cerró los ojos, para mejor concentrarse en el placentero roce con aquel paraíso. Pero aquella vez, apenas palparon sus yemas lo que en realidad ya no era tal paraíso, sus dedos se vieron abrasados por el terrible escozor de un fuego infernal: estaban cuajados de cortes producidos por un enjambre de hierros diabólicos sembrados entre surtidores de nieve artificial que sorbían el tuétano del río, todo ello impuesto por la avaricia y la torpeza del ser humano que, lejos de apreciar la labor de la diosa Naturaleza, quiso mezquinamente anularla, domesticarla al servicio del capricho y la especulación.

La diosa Naturaleza, defraudada por el desprecio a su quehacer y sabiduría, y gravemente consciente de lo irreversible de la profanación de la magia que suponía ese cruel atropello a la sensibilidad, se retiró para siempre de aquel zafio santuario de quincalla y disparates donde la honra a su trabajo original había sido sustituida por el culto a ídolos de pacotilla.

En su destierro, las incurables heridas de la diosa Naturaleza lloraron diluvios de sangre, sangre de hirviente indignación que se vertió sobre aquel emporio de vanidad y agresiones medioambientales. La nieve se derritió sin retornar jamás a las cumbres, las praderas de color verde postizo quedaron arrasadas por cicatrices de horribles grietas, y se llenó de rojas costras de óxido aquel maldito bosque de remontes y parques temáticos grotescamente decorados con caricaturas de presuntas reservas vírgenes.

Tras aquella lluvia de sangre que convirtió en chatarra aquel mar metálico, nunca más se supo de la diosa Naturaleza en las montañas.

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