En 1986 vio la luz el libro La sociedad del riesgo, del alemán Ulrich Beck, donde reflexionaba sobre la misma como la «fase de desarrollo de la sociedad moderna donde los riesgos sociales, políticos, económicos e industriales tienden cada vez más a escapar a las instituciones de control y protección de la sociedad industrial».
En los 26 años que nos separan de esa publicación, han corrido ríos de tinta sobre la sociedad del riesgo, sus consecuencias, sus nuevas necesidades, su globalidad, etc. Y si algún tema ha sido repetidamente citado como ejemplo de lo que la sociedad del riesgo supone, es la problemática ambiental y en especial lo referente al cambio climático.
Quienes pensamos que el conocimiento debe servir para la acción, no podemos dejar de sentir rabia e indignación cuando comprobamos que en muchos ámbitos, entre ellos el ambiental, hemos conseguido dar con un diagnóstico básicamente consensuado, sabemos lo que hay que hacer (o al menos, lo que no hay que hacer), pero no se consigue dar el paso a la acción. El niño grita que el rey está desnudo, pero nadie acude a cubrirlo con su capa.
Un buen ejemplo de todo esto lo podemos ver en el drama que estos días está sufriendo el Pirineo, con más de 1.500 hectáreas arrasadas ya por las llamas. ¡Incendios en marzo!. Fruto, quizá, de una chispa o de otras causas, este incendio se produce en un contexto que no nos puede dejar indiferentes. Sin necesidad de acudir a la hemeroteca, todos tenemos en la memoria un invierno que apenas se dejó ver a partir de Navidad, nevadas que no terminaron de cubrir los montes hasta bien entrado enero, y, una sequía que promete ser histórica. Para quienes lo duden, y aunque este no sea momento de argumentar con más detalles, el cambio climático está aquí y ha venido para quedarse.
Volviendo a la «sociedad del riesgo», estos cambios en el clima, fruto del modelo de desarrollo dominante en occidente, están generando riesgos de diferente naturaleza que escapan al control de las instituciones. Pero que escapen al control de las instituciones no significa que no se deba hacer nada al respecto. Forma ya parte de los consensos internacionales la idea de que, ante el cambio climático, se debe actuar en dos direcciones: la de la mitigación en el sentido de luchar contra su avance; y en el de la adaptación, es decir, adaptando las actividades humanas a las nuevas condiciones.
En un escenario así, llama la atención que todavía perduren en algunos despachos ideas megalómanas de unión de estaciones o iniciativas de ampliación de pistas de esquí-, paradójicamente en la misma zona que hoy es pasto de las llamas. La crisis económica que vivimos, muy asociada a un modelo de desarrollo depredador de los recursos y adicto al ladrillo, tiene también relación con la crisis ambiental que sufrimos.
La montaña pirenaica posee valor en sí misma. La urbanización desmedida, la masificación y la inversión fácil en productos estereotipados no solo no tienen sentido en el momento actual, sino que pueden acabar con los elementos de mayor valor de un territorio con especiales virtudes.
Si el objetivo es mantener un Pirineo vivo, entonces el camino es poner en valor los elementos que posee. Lejos de cualquier monocultivo, el disfrute de la naturaleza, el conocimiento de su gastronomía, sus formas de vida y todo lo que ello supone, son elementos más que suficientes para desarrollar una zona a la que encantos no le faltan. Eso sí: serán necesarias políticas públicas para promover empleos que ayuden a mantener y poner en valor todo esto.
Ejemplos existen en otras zonas de montaña donde el cuidado del territorio se ha convertido en una labor de primera necesidad y en un nicho de empleo, como los Pagos por Servicios Ambientales, donde a las comunidades que ven restringidas sus actividades se les compensa debidamente. Como afirma el profesor J. A. Bergua, existe «una invención actual de las montañas en general y del Pirineo en particular y de lo que se trata es de reinventarlo desde la propia montaña a partir de esos y/u otros parámetros».