La fascinación que nos provocan las cimas del Himalaya entremezcla el asombro por tanta belleza con un temor ancestral que sólo pueden suscitar en el ser humano las más grandes creaciones de la Naturaleza. Ante ellas recuperamos nuestra verdadera estatura, somos conscientes de nuestra infinita fragilidad, a pesar de la tecnología, incólume al paso de los siglos. Y quizá por esto mismo, quienes se atreven a desafiar sus peligros y buscar su cima son tenidos por seres singulares. Conocía a los dos y creo poder afirmar que Santiago Sagaste y Ricardo Valencia lo eran. El alud que los ha sepultado fatalmente el pasado domingo en las laderas del Dhaulagiri ha cercenado una brillante trayectoria como alpinistas pero, más importante, a sus familiares y amigos nos ha dejado la terrible amargura y la insoportable desazón, sembrada de dolorosas preguntas sin respuesta, que siempre causa un accidente en montaña. Precisamente, hace unas pocas semanas, coincidíamos en Portalet en un acto en defensa del valle de Espelunciecha, en el que Santiago fue el encargado de leer un texto de nuestro común amigo el geógrafo Eduardo Martínez de Pisón. Me sorprendió la valentía desplegada por este alpinista de élite de Aragón, que diese la cara justo cuando hacía falta, para defender las montañas de su tierra, habida cuenta que ni siquiera la federación aragonesa fue capaz de hacerlo. Enfrentarse a los poderosos, ir contracorriente, necesita de tanta honradez como coraje. Era también, uno de esos pasos inevitables que teníamos que dar todos los que amamos de verdad las montañas y el medio ambiente. En la comida estuvimos charlando de lo cerca que ibamos a estar, su grupo en el Dhaulagiri y el nuestro en el Annapurna, separados tan sólo por el valle del Kali Gandaki. Poco días después, Santiago y Ricardo, como tantos otros amantes del Himalaya, partían para seguir con la vida que habían elegido. Ambos podían ser considerados montañeros tradicionales, de los que valoraban tanto el éxito como la forma limpia y esforzada de conseguirlo. Con Ricardo compartimos la cima del Nanga Parbat. Ambos eran gente alegre y llana con la que da gusta compartir campo base, charla y esas esperas forzadas que son la clave de estas montañas. El campo donde les atrapó el alud es uno de esos pasos inevitables en montaña, camino de la cima, aunque todos los que conocemos y hemos intentado esa montaña, somos conscientes de los peligros que encierra. De hecho, tuvimos un serio aviso en 1998 en este mismo campo cuando un alud enterró nuestras tiendas y tuvimos que trabajar duro para rescatar las cámaras. Días más tarde moriría en ese mismo campamento la excelente alpinista francesa Chantal Maudit y su serpa. Hay pues que fiarlo todo al conocimiento, a la prudencia y a la suerte, siempre tan decisiva en la aventura… y en la vida. Son nuestra sucesión de pasos inevitables.