Ante el paisaje del Pirineo escribía el geógrafo francés Élisée Reclus en el año 1862: “Comúnmente la naturaleza nos parece más bella cuanto más sentimos nuestra inferioridad ante su presencia”.
Y, en efecto, cuando ejercemos una fuerza de aparente superioridad sobre la montaña, tal vez no consigamos dejar de ser inferiores ante ella, pero sí atentamos inevitablemente contra su belleza. Tal vez alguien se haga más rico de momento, pero la vieja expresión del paisaje se transformará en una mueca. Deberíamos ser, pues, en primer lugar, cuidadosos respecto a los lugares donde podamos forzar la naturaleza para no llevarnos por delante unas calidades que sólo ella puede originar.
Quizás haya quien plantee el dilema como que más vale una montaña afeada y rica que una montaña bonita pero pobre. Pero ese planteamiento es incorrecto hoy día, pues si la montaña atrae es por sus calidades propias y diferentes a los llanos, no por carecer de sus valores ni por parecerse a lo que no es. Esa disyuntiva está, por tanto, mal expuesta, la realidad es otra, ya que no sólo es legítimamente aspirable y perfectamente conseguible tener una montaña a la vez hermosa y próspera, sino que el mantenimiento futuro del atractivo de esa montaña será justamente la mayor causa del sostenimiento de su prosperidad.
En este sentido, se trata de mantener la calidad de sus paisajes en el cambio. De los naturales y los rurales. Se trata de mudar sin desfigurarlos, sin perder sus valores, ni convertirlos en urbanos, con sustitución de su carácter. Modernización significa cambio, pero cambio no significa suplantación. Un paisaje es la configuración de un lugar y es también la expresión y la percepción de ese lugar. Es un cuerpo geográfico con situación, tamaño y figura, donde se realizan las vidas, donde se tienen los sentimientos, donde se establece una identidad y una vinculación de la existencia. Es esto lo que podemos maltratar. El daño a los paisajes acabará siendo un daño no sólo a la forma y al contenido de la montaña, sino a su atractivo y en consecuencia a su progreso.
El daño a los paisajes va más allá de lo que se realiza en su contenido, ya que afecta a su atractivo y en consecuencia a su progreso. Por eso creo que no es suficiente la aplicación de la norma actual de “impacto ambiental” cuando se emprende una acción que puede transformar y herir la montaña, porque no alcanza el nivel que aquí planteamos.
Siendo indispensable, el estudio del “impacto ambiental” ha de tener muchos fallos cuando se pueden emitir dictámenes de este tipo que aprueban tantas obras evidentemente negativas. Sin duda. Se ve en sus presupuestos: los hacen las mismas empresas y parten de que la inicitiava de obras es siempre buena, de que dichas obras son incuestionables y que generan inevitablemente impactos, que acaso pueden aminorarse, pero no suprimirse tales obras. Por ello acaban siendo tantas veces más componendas y hasta salvoconductos, que verdaderas enmiendas o denegaciones a los proyectos de consecuencias ambientales perjudiciales. Además, la experiencia indica que en numerosos lugares no responden a la realidad, no sólo porque puedan dar por bueno lo que no lo es o porque disimulan cosméticamente con retoques lo que es globalmente rechazable, sino porque no han entendido ni técnica ni culturalmente lo que son esos lugares. Porque no estiman otros tipos superiores de conmoción que, sin embargo, son bien reales y de mayor calado: los impactos en el paisaje.
E incluso, en esos casos, aunque se cumpliera con la letra de las normas establecidas, está claro que puede no ocurrir lo mismo con su espíritu. Aunque se pudiera cubrir la acción con tal estudio de “impacto”, si se estima de verdad que esa acción sigue siendo perjudicial, más allá del diagnóstico técnico, nadie debería amparse en él para persistir en tal perjuicio.