En los lugares más altos e inaccesibles del Pirineo Aragonés sobreviven a duras penas los últimos glaciares españoles, masas de hielo permanente que se deslizan lentamente ladera abajo empujadas por su propio peso.
Son los restos de enormes extensiones de hielo, que labraron profundos valles y tuvieron decenas de kilómetros de longitud, y que ahora están condenadas a desaparecer. «Ya lo hicieron hace millones de años, cuando la lluvia y el calor hizo de esas montañas una zona subtropical. De ello dan cuanta ejemplares aislados de madroños y de la planta oreja de oso, pervivientes de un paisaje que fue similar a la laurisilva canaria», explica Eduardo Martínez, técnico de medioambiente del Gobierno de Aragón, comunidad que declaró a estos glaciares Monumento Natural en 1990.
El retroceso de los glaciares forma parte de un proceso de vaivén que tiene su máximo en las épocas glaciales (la última finalizó hace unos 10.000 años) y también periodos más templados en los que desaparece toda la nieve.
Este es el momento que estamos viviendo ahora, en el cual la subida constante de las temperaturas está derritiendo estos gigantes de hielo. Para Greenpeace, «el retroceso de estas masas heladas es uno de los impactos más evidentes del cambio climático, que afecta a un ecosistema más amplio que el propio del glaciar».
Y lo está haciendo a marchas forzadas. Cada año el calor se lleva una dentellada blanca de las cumbres. De hecho ya solo quedan en España nueve glaciares, algunos muy pequeños, de los 25 que había a principios de siglo. Una docena han desaparecido por completo, el resto se ha convertido en neveros aislados en recónditos lugares donde malamente se conserva la nieve de un año para otro.
Pocos, más pequeños y a más altura. «Nieva menos y a cotas más elevadas», confirma Fernando Pastor, director del Programa ERHIN perteneciente al Ministerio de Medio Ambiente. A través de este programa se siguen las precipitaciones en forma de nieve en toda España como un recurso hídrico más, pero sobre todo se utiliza para prevenir las avenidas en periodos de deshielo. Precisamente donde más nieva en la Península es en los macizos de Viñemal, Monte Perdido y Aneto-Maladeta, en el Pirineo aragonés, que coinciden con los mayores glaciares. Sin embargo, «la aportación de estos a los ríos es despreciable, pero su transformación como indicador de la subida de las temperaturas es muy interesante», continúa Pastor. «Es el reflejo más evidente de que el clima está cambiando, porque su evolución desde que existen datos lleva a pensar en la desaparición total en poco tiempo».
Parece inevitable, aunque puede haber sorpresas. En el siglo XVI comenzó la Pequeña Edad de Hielo que duró hasta 1860, cuando se observa la última máxima extensión de los glaciares en Europa. Desde entonces el retroceso ha sido continuo, pero puede llegar otro periodo frío que de un respiro a estos heleros, aunque todo indica que será temporal. Según Greenpeace, «la rápida subida de las temperaturas asociada a la actividad humana y el deshielo van cogidas de la mano».
A finales del siglo XIX, en 1894, la superficie de los glaciares españoles llegaba a las 1.779 hectáreas (3.300 sumando la vertiente francesa) y en 2008, apenas cubrían 200 hectáreas (179 más en el país galo). Es un fenómeno global y todos los glaciares del mundo se encuentran en recesión.
Así pues, parece inevitable que las nieves eternas se borren de las cumbres de los Pirineos, pero no serán las únicas en desaparecer. Todo el hábitat se verá alterado y tendrá consecuencias dramáticas para algunas especies, como el caso de la perdiz nival, que en otoño torna su plumaje blanco. Lo que ahora es un camuflaje se volverá un reclamo para los depredadores.
Quedará el recuerdo y la esperanza de volver a ver la grandeza de las cumbres perpetuamente nevadas, pero para eso quizá haya que esperar otros 10.000 años.