Además de la ecología, la economía.

Pues sí, este puente, además de predicar en Biscarrués, paseé por la ribera del Gállego espiando a los martines pescadores y bajé los rápidos, feliz y cargado de adrenalina como un crío que aprende a ir en bicicleta. Al igual que cuando voy por Canal Roya desde Anayet o recorro la cabecera del valle de Castanesa, me hacía la pregunta de rigor: ¿cómo es posible que estos parajes (cuyo valor medioambiental se aprecia a simple vista) estén amenazados por pantanos o estaciones de esquí?

Es obvio que el Sistema sigue sin entender que estamos en otro momento, que hay un cambio radical de paradigmas en lo que a la relación con la naturaleza se refiere, que ya tenemos nuestras cuencas suficientemente reguladas y nuestras montañas suficientemente esquiables y construidas como para seguir metiéndoles caña.

¡Ah!, pero no hablemos ya de ecología; hablemos de economía. En la Galliguera, el encanto de los paisajes, la presencia de Los Mallos y el raffting en el Gállego han permitido crear empresas, consolidar puestos de trabajo (varios cientos), movilizar inversiones privadas y dar vida a los pueblos, además de crear riqueza (y no poca). Están las actividades acuáticas y motañeras, los bares y restaurantes, el turismo rural, los hostales (en Murillo construyen ahora un hotel de cuatro estrellas, sesenta habitaciones, spa y todo lo demás)… en confluencia con producciones agropecuarias tradicionales y otras novedosas, como los proyectos para cultivar trufa negra. Y no hay más porque la perenne amenaza que supone el pantano de Biscarrués frena no pocas iniciativas (eso y la indiferencia institucional). Es decir, que tenemos ahí una tupida trama de desarrollo rural sostenible y lo mejor que sabemos hacer con ella es… inundarla.

Y así, mientras en unas comarcas tiramos alegre e infructuosamente el dinero con la excusa de atraer empresas, levantar hoteles y fijar población, en otras, donde todo eso existe de manera natural por cuenta de la iniciativa privada, lo jodemos a conciencia imponiendo infraestructuras pasadas de rosca. Eso sí, tanto en un caso como en el otro el chandrío corre por cuenta del contribuyente. Qué listos, ¿eh?.

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