Carta de un remontero anónimo

De repente, el ruido de una motonieve viola este silencio atemporal y me despierta de mi sueño. Estoy subiendo en la primera silla de un telesilla a mi puesto de trabajo. Son las ocho y cuarto. Una pilona, otra y otra más. Un cañón de nieve, otro y otro más. La sombra del cable, con su metálica rectitud, rompe las curvas que con sensualidad el viento de la noche ha pintado en la nieve. ¿Para quién las ha pintado? ¿Quién sabrá apreciarlas?

A las nueve cojo la emisora y doy mi telesilla por abierto al público. Dentro de un buen rato, nunca madrugando, comenzarán a pasar, como si de una impersonal cadena de montaje se tratara, miles de esquiadores. Parece que lleven prisa. Cuantas más bajadas mejor. Un salto, un fuera pista, un encadenamiento de giros.

Pero casi ninguno se para a mirar el paisaje. Ni parecen admirar las formas, las luces, los vientos y los silencios. Quizá sean pocos los que se han emocionado al sentir como el Sol se despide acariciando su rostro con sus últimos rayos dorados. Ni probablemente se han enfrentado a una fría noche en la montaña. ¿Cuántos se habrán sentido alguna vez pequeños, minúsculos, ante la fuerza casi mágica de una tormenta? Aquí, en la montaña prostituida, no hay nada que temer.

Se me hacen eternas las horas. Tanto metal, tanto ruido, tanta multitud, interponen una barrera en mi relación con esta montaña que tanto amo. Estoy tan cerca, pero a la vez tan lejos de ella…

Por fin las cinco. Mi jornada laboral ha terminado. La montaña queda otra vez vacía. Cojo mis esquís de travesía y subo al pico más alto para escuchar el silencio y ver cómo la nieve se tiñe de cálidos colores. Estoy sudando y hace frío. No puedo permanecer demasiado tiempo en la cumbre. El viento comienza a trabajar borrando las miles de huellas de las laderas nevadas de su reino. A veces, más que simples huellas de esquiadores, me parecen lágrimas. Comienzo la bajada. Mi huella es una más. Voy con precaución, pues estoy solo, y si me hiciera daño, nadie vendría a por mí. La estación de esquí, a partir de las cinco, es montaña de nuevo.

Sintiéndome bien tras mi breve diálogo con la montaña, me pego un duchazo en casa y salgo a tomar un vino en el Rabasón con mis amigos, todos ellos amantes, más o menos conscientes, de la montaña. En el pueblo hay movimiento, luces, escaparates y ofertas múltiples para los turistas. Hay trabajo para todo el mundo, los de aquí, y los que venimos de fuera, o sea, los inmigrantes.

Un viejo del pueblo, que todas las tardes marcha con su garrota a echar un ojo al ganado, me cuenta que hace treinta años esto estaba agonizando. El modo tradicional de vida, a parte de ser duro, ya no era rentable. Los jóvenes huían a las ciudades, los prados se abandonaban, un dialecto se perdía, los viejos se quedaban solos. Solos frente al olvido.
Pero un día alguien vio, en la solitaria orientación norte de unas montañas, un modo de rentabilizar, sacar provecho, de estas ya «mproductivas» montañas. Y se les puso un precio. Unos encontraron un puesto de trabajo. Para ellos y sus hijos. Otros encontraron un modo de enriquecerse. Ellos y sus hijos. Y otros encontramos una forma de huir de la ciudad y acercarnos a este mundo de silencios, luces, aire limpio y bellas formas minerales.

¿Cuál sería el retrato de estos valles, de estos pueblos, si nadie hubiera puesto el ojo en estas pendientes, estas aristas y estos verdes prados?

Me doy un breve paseo nocturno antes de irme a dormir. Mañana toca de nuevo diana a las seis y media. Recorro el viejo camino rodeado de setos de boj y muros de piedras milenarias. Piedras que huelen a musgo y que podrían contar cientos de historias. Me vuelvo a entristecer al ver que los prados que apenas hace un año estaban al otro lado de los muros, son esta noche hormigón y hierro. Son los cimientos de una nueva urbanización del mismo tamaño que el casco antiguo del pueblo, unas casas que pasarán la mitad del año vacías, frías, tristes y deshabitadas. Mi paz interior de repente se esfuma. Vuelvo a no comprender. Siento cómo de nuevo vuelve a interponerse esa invisible pero infranqueable barrera entre la montaña y yo.

La amiga con quien camino me comenta una noticia que le ha hecho entristecer. Ha salido publicado en el Boletín Oficial de Aragón, a seis de marzo, el proyecto de ampliación de esta estación de esquí en la que trabajo. El pico Castanesa, de 2859 m., el solitario valle de Balberdera, y el magnífico bosque de Ubago, no volverán a ser nunca lo mismo.

Recuerdo la emoción que sentí cuando el año pasado, una plácida mañana de marzo, subía esquiando con un buen amigo por ese desconocido valle. Paramos, incluso aguantamos la respiración, cuando vimos un grupo de quince sarrios cruzando ágilmente por debajo de una peligrosa cornisa de nieve a unos escasos cincuenta metros de distancia. El único sonido, que nos llenó en lo más profundo, era el de los cristales de nieve que con sus elásticas patas rompían, dejando rodar por la pendiente.

Pasaron uno a uno, sin demostrar gran temor hacia nosotros. Nos sentimos afortunados, recompensados por nuestro esfuerzo, por nuestro sudor respetuoso. En cuanto este proyecto se apruebe nunca volverán. Tendrán que marchar más lejos, más alto… En su lugar, metal, ruido y muchedumbres. Castanesa es sólo un monte más, Balberdera igualmente es un valle más, y el bosque de Ubago también, pero vienen a mi cabeza muchos otros nombres. Espelunciecha, Izas, Vall d’Arreu, Punta Suelza, Ruego. Todos ellos bellos lugares, todos ellos lugares amenazados.

Amenazados por quien no encuentra un límite. Por quien mira sólo a corto plazo. Por quien en la montaña sólo ve una fuente de riqueza económica y no espiritual ni cultural. Por quien, aun teniendo mucho, quiere más. Por quien piensa en él, pero no en sus hijos, por quien no ve más allá de las paredes de su despacho. Por quien vio como su imaginación se esfumó con su infancia, hace siglos. Por quién cuyo rostro nunca ha sido acariciado suavemente por los últimos rayos de Sol de un día que se acaba. Por quien no se da cuenta que el tiempo se acaba. Que más tarde es demasiado tarde.

Me hierve la sangre y a la vez quiero ser templado, moderado. Creo que no lo consigo. Pienso que lo hecho, hecho está. Pienso en su lado positivo, que es evidente. Pienso que hay que mejorar, no agrandar. Pienso en la calidad, no en la cantidad. Pienso en el largo plazo, en nuestros hijos…

Reflexionemos los que amamos, o creemos amar, la montaña, sobre cuál debe ser nuestra actitud. Frente a la montaña y frente a nuestra sociedad. No tenemos el poder del dinero pero sí tenemos mucho poder. Comunicándonos, organizándonos. Procurando ver la montaña como es, sin barreras.

(*Esta carta fue enviada y leída públicamente en las Jornadas sobre el esquí y la conservación de las montañas de Aragón que organizó en Zaragoza, durante los días 23 al 25 de febrero de 2004, la Plataforma para la Defensa de las Montañas de Aragón: Alternativa Blanca . Su autor, un trabajador en los remontes de las pistas de esquí de Cerler-Aramón, ha querido permanecer en el anonimato para no perder su puesto de trabajo.)

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